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Neomierda.

Cero credibilidad.

Frena.

Hoy casi me convierto en un asesino. Hoy estuve a punto de matar sin querer a otro ser humano junto con su pequeño perrito café atropeyándolos con el auto. Entre el frenón en seco; el grito de horror de la madre por el niño, de la hija por el perro; y constatar de que ambos estaban bien y a salvo, pasaron cinco segundos. Los cinco segundos mas intensos de mi vida.

Regresaba a mi casa después de ir al supermercado a comprar pan, crema y unos cheetos anaranjados para mi abuelo. Entré manejando y justo al pasar la quinta casa para llegar a la mía, pasa corriendo el perrito café de mis vecinos, y justo atrás del animal, el hijo de enmedio de ellos, de unos cuatro o cinco años.

Al verlos pasar frente a mi carro y a corta distancia, hundí el pie en el pedal del freno. Las llantas rechinaron y la inercia del carro me empujo hacia adelante, un poco de humo gris salió de abajo de mi carro, producto del frenón.

Al mismo tiempo que esto pasaba, mi vecina, que estaba platicando con alguien afuera de su casa completamente en la pendeja, escuchó el chillar de las llantas. Blanca de pavor, gritó el nombre de la criatura y corrió horrorizada. Su hija mayor, la hermana del niño, sabía que su hermano fue tras el perro; ella gritó el nombre del animal, y corrió también hacia mí.

Me mantuve inmóvil, quieto, aferrado al volante. Mientras la mujer dejaba caer lo que tenía en las manos y corría hacia donde escuchó el ruido, con su hija corriendo tras ella. En ese momento supe que mi vida como la conocía, había terminado. Y también supe que la criatura y el perrito estaban tirados en el suelo por el golpe que les dí con el carro, un arma mortal que transporta, muertos los dos. Porque los acababa de matar.

No pensaba nada más que: "Los maté, Dios mío los maté". Y me lo repetía insesantemente mientras la mujer se acercaba en cámara lenta a donde estaba yo, adentro de mi carro, inmóvil y con el pie hundido en el freno, esperando. No podía ni temblar de miedo. Lo único que pude pensar luego, fue en mí, pues luego de esto, mi vida ya no era.

No pensaba en nada más que en: "Los maté", no pensé en que el perro siguió de largo ni que el niño dejó de correr en el momento que me vió tan cerca. Yo tenía la certeza, como que me llamo Daniel, de que los había matado, a ambos, y que estaban tirados frente a mi carro, inertes, sucios de sangre y mugre del pavimento.

Y estaba tan seguro, que apreté lo más fuerte que pude el volante, y el último pensamiento antes que todo terminara era: "¿Que voy a hacer?, acabo de matar a otro ser humano. ¿Ahora que chingados va a ser de mi? ¿Que puedo hacer? Ojalá la señora no grite, llorando como histérica. Ojalá la niña no me vea con sus ojos de tristeza y odio llenos de lágrimas por matat a su perrito. Ojalá el esposo salga, y al ver a su hijo muerto, su instinto paternal y su rabia sean tan grandes, que se avalanze sobre mí y me muela a golpes. Ojalá no me perdone la vida, por que entonces voy a la carcel un buen rato, y ahí, yo no voy a perdonar".

Apenas antier me inscribí al escuela, tengo veinte años, y "toda la vida por delante" como diría mi abuelo; tengo amigos que quiero y me estiman, una familia unida, una vida social activa, esperanzas y deseos, soy feliz, y entonces mato al hijo de la vecina, se me viene la noche y todo lo que pudo haber sido en un futuro, se pierde en la noche de la nada.

Ni siquiera me moví al ver el desastre, no parpadée siquiera al pensar en ello. No por que no quisiera, sino por que mi cuerpo no respondía. No se quería mover.

Y entonces pienso que mis únicas opciones -si no me matan a golpes- es ir a la cárcel o suicidarme. Por no puedo huir tampoco. No tengo como huir. Ellos me conocen, conocen mi auto y con la gasolina que tengo, no llego ni a Chihuahua. Tampoco puedo hacer nada con los 50 pesos que traigo en la cartera, no puedo marcharme a ningún lugar. No puedo correr, ni esconderme. Solamente enfrentar las concecuencias y esperar la resolución.

Hubiera preferido salir huyendo a algún pueblo perdido en los bosques de Chihuahua. O vivir en las cuevas con los tarahumaras, viviendo de hacer nada, cazando mi comida, y con los mismos trapos puestos, aquellos con los que huí de mi casa para nunca regresar. Nunca volvería a leer, ni a escribir, ni a reírme, ni a escuchar música, ni siquiera había descubierto eso que llamamos "el verdadero amor". Y ahí perdido, en medio de la nada, hubiera podido rumiar por fin todo mi dolor, y cargar en mi conciencia lo que había pasado, y ese recuerdo me hubiera pesado una tonelada.

Me ví andrajoso, despeinado, sucio. Sólo una sombra de lo que fuí antes de esto. Hecho bola en el rincón de una celda en la prisión. Desesperado, ansioso e intranquilo por no tener con qué poner fin a mi vida, a mi sufrimiento, pues el padre del niño se cansó antes de poder matarme y solamente me refundió en la cárcel. Me ví tratar, infructuosamente, de colgarme de mi litera con el resorte de un calzón. Todo era inútil, estaba condenado a vivir hasta que muriera cargando mi culpa.

Ya no había más luz en mi vida. Todo había terminado. Todo se derrumbó.

Pero y si desaparecía o moría ¿qué?. De nada servía que yo muriera. Nada les devolvería a su hijo. A la larga hubieran aceptado que fue un accidente. Y si tal vez fallaba en mi intento de suicidio; hubieran pensado en mi como un pobre diablo que se volvió loco, que dejó de disfrutar su vida por la culpa de haber tomado otra; me hubieran imaginado paranoico, debil, mendigo, sucio como los sobrevivientes de la guerra de Vietnam o el terremoto del 85; incluso podrían -mucho tiempo después, cuando saliera de la cárcel-, hasta perdonarme. Pues en medio de su dolor, encontraron que todo ello fue un accidente, que pagué mi condena, que intenté tomar mi vida en el reclusorio, fallando en el intento y que nunca más volvería a sonreír o a reírme, pues de inmediato vendría la imagen mental del cadáver sucio de sangre y mugre, producto de una acción mía.

Cinco segundos, hasta que llega la madre, ve a su hijo através del humo y suspira aliviada; cinco segundos hasta que llega la hija y ve al perro retozando en el jardín atravesando la calle y se tranquiliza. Cinco segundos que fueron cinco horas, semanas o meses. Cinco segundos que no podré olvidar aunque lo desée.

Nada malo pasó. La señora se disculpó conmigo y jaló a su hijo a un costado de la calle. La niña corrió a abrazar a su perrito y yo seguí mi camino, agradecido con la vida. Y fue cuando me di cuenta, que la vida te cambia en cinco segundos. Que puedes pasar de la plenitud a la desgracia, en menos de lo que piensas. En que las alas de la desgracia son rápidas y que cada día y cada noche nos esperan acechando, para que en el momento menos pensado, se vaya todo a la mierda y termines sólo en una celda, en una cueva o en el psiquiátrico tratando de suicidarte, con los ojos secos de tanto llorar.

Por suerte, casi siempre frenamos, el perrito sigue de largo y vivimos en santa paz. Pero todos sabemos que a veces, abajo de las risas, la comida, los cigarros, del amor, el sexo, los amigos y la música, está el cadáver del niño que acabas de atropellar, y no hay escapatoria.

Ay wey.
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