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Neomierda.

Cero credibilidad.

Los clásicos


El señor aquel gastaba unas gafas con armazón de pasta y gruesos cristales que pareían de fondo de botella. Llevaba el pelo largo, el nudo de la corbata mal hecho y los pantalones de pana con rodilleras. De los bolsillos de su vieja chaqueta de "tweed" inglés asomaban papeles y libros. En fin, que tenía una facha de intelectual que tiraba de espaldas.

Se encontraba en la biblioteca, leyendo a Kant y regocijándose en su fuero interno de que en nuestra época actual la televisión, el fútbol y las chicas en minifalda hubieran desplazado al libro y capturado la atención de la gente, ya que de esta manera nadie leía, nadie iba a la biblioteca, y él podía disfrutar a sus anchas de los vastos y silenciosos salones sin que lo interrumpieran. Con una sensación de voluptuosidad paseó su mirada de miope por las interminables hileras de libros, que desde hacía meses nadie había tocado, salvo él.

En la sala de lectura no se oía ni el zumbido de una mosca, ya que el único otro ser viviente, el bibliotecario ancianito, dormía plácidamente tras su escritorio, con la cabeza reclinada contra la pared.

Fue por ello que le molestó la entrada de aquel par de zafios. Eran unos jovenzuelos melenudos, con camisas de colorines y pantalones que casi parecían de charro, así de ajustados los llevaban. El taconeo insolente de sus botas vaqueras interrumpió el augusto silencio de la biblioteca, aunque no el sueño del bibliotecario. Nuestro intelectual los miró despectivamente y luego con odio.

"¿Que querrán este par de majaderos aquí?", se preguntó para sus adentros. "¿Por qué mancillan con su soez presencia un recinto sagrado como es la biblioteca, si con toda seguridad ni siquiera saben leer?"

El de las gafas continuó rumiando reconcomios, en tanto que los dos tipejos, sin dignarse mirarlo, pasaron frente a él y se instalaron al pie del casillero de los clásicos, recorriendo los títulos con un dedo índice mugriento, de uña orlada de luto.

-¿Que te parece Tertuliano? -preguntó uno de los chavos.
El intelectual creyó haber escuchado erróneamente. ¿Qué sabían de Tertuliano este par de ganapanes? ¿Cuándo, en sus prosaicas vidas, habían oído hablar del insigne apologista cristiano, genio vigoroso del siglo II de nuestra era, heresiarca que compartió la apostasía de Montano y que está considerado como uno de los monumentos de elocuencia latina?

-No -repuso el otro mequetrefe-. Prefiero Simónides de Ceo.
El intelecutal se limpió los oídos con el meñique y enfocó sus gruesas antiparras hacia los dos tipos, tratando de convencerse de que efectivamente habían nombrado a Tertuliano y a Simónides de Ceo. Estaba seguro de que pocas personas en el mundo actual, mundo de bolígrafos, secuestros aéreos y tarjetas de crédito, estaban enteradas de la existencia del divino poeta lírico griego, creador de la oda triunfal.

-No me parece mal -comentó el bellaco que había hablado primero-; sin embargo, prefiero a Eratóstenes.
El intelectual cerró su libro, se quitó los anteojos y los limpió cuidadosamente. Volvió a colocárselos y miro con interés a los dos jovenzuelos, que seguían ahí, al pie del casillero de los clásicos.

-¿Y Cátulo? ¿No te gusta Cátulo? -inquirió uno de ellos, rascándose el sobaco.
Su compañero hizo una mueca de disgusto.
-La mera verdá, no. Me laten más Teofrasto y Esquilo.
-También podría ser Epicteto.
Temblando de emoción, el intelectual se levantó de su asiento y se dirigió a los melenudos.
-¡Salve, hermanos! -les dijo, alzando la mano derecha-. Confieso que me causasteis mala impresión al entrar a este sacro recinto, pues no me fío mucho de la juventud contemporánea. Sin embargo, me habéis hecho cambiar de opinión. Os he oído citar a diversos filósofos y poetas griegos y latinos. Mas paréceme que dudáis en la elección. ¿Podría auxiliaros en algo? Nada me placería más que orientaros en vuestras lecturas.

Los dos tipejos miraron al intelectual de arriba abajo.
-¡Voooy con el profe! -baló uno sarcásticamente-. ¿Cuáles lecturas? Nosotros nomas hojeamos revistas.
-¿Entonces? -balbuceó el intelectual, poniéndose pálido-. ¿A que vino tanta cita, tanta erudición?
-Sólo estamos buscando un nombre para nuestra banda de rock -explicó el jovenazo.
-¡Ya estuvo! -exlamó el otro, señalando un volumen en el estante-. ¡Empédocles! ¿Que me dices de "Los Empédocles Esquizofrénicos de Iztacalco"?

***
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