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Neomierda.

Cero credibilidad.

Prólogo

En amor procedo exactamente igual que los demás hombres, y apenas si me diferencia de ellos en que siempre he huido de pronunciar palabras soeces.

Amor -lo que se puede llamar amor no he tenido más que dos. Pasión -lo que se puede llamar pasión- no he tenido más que una. Las dos veces estuve a pique de casarme.

Primero amé a una muchacha encantadora, pero logré reaccionar al cabo de siete años, y hoy soy feliz pensando en que ella seguramente me habría hecho dichoso.

Luego amé a otra mujer, excepcional por su belleza deslumbrante, su inteligencia vivaz y su finura de espíritu. Me hizo tan feliz, que también estuve a punto de casarme. Por fortuna, me acordé a tiempo de que ella estaba ya casada, y mi boda no pudo arreglarse, con lo cual todo quedó arreglado. Esta mujer ha sido el "sol" de mi sistema solar; la anterior fue la "luna", y las "estrellas" fueron incontables.

Habrá quien piense, después de leer esto, que pretendo parecer un "tenorio"; nada más lejos de la verdad y de mi intención. Al contrario; poseído de mi insignificancia física, convencido de que para las mujeres no hay mérito mejor que tener las piernas largas o la nariz grande, está por la primera vez que yo me haya dirigido a una de ellas. Y han sido ellas, "siempre y en todos los casos", las que se han dirigido a mí. Por eso nunca he sentido el temor de que me engañasen con otro, pues aquello que hemos conquistado por el propio esfuerzo puede huir de nuestras manos, pero lo que ha venido a nuestro poder voluntariamente no se va si nosotros no nos lo desprendemos con energía y decisión.

De todos mis amores he tenido que desprenderme por mí mismo, porque la monotonía y el cansancio hacían de mis nervios un xilofón desafinado. Más tarde, cuando había perdido a aquellas mujeres, volvía a notarme atraído por ellas, pero entonces ya no tenía remedio. Sin embargo, al tropezar con alguna de las que amé, he oído siempre las mismas palabras: "nunca he olvidado lo feliz que fui contigo; tu manera de hablar, tu carácter, todo es distinto a lo de los demás". (Lo cual me ha envanecido, porque para ser "distinto de los demás" hace falta bien poco.)

Decir "te quiero, amor mío", o cualquier otra cosa semejante, siempre me ha costado mucho trabajo. No sé a qué achacar esto, porque es preciso advertir que cuando he querido, he querido con toda el alma: o lo que es igual, he hecho sufrir de lo lindo a las predilectas de mi corazón. (¿Sadismo? ¡A lo mejor!).

No tengo preferencia por las rubias o por las morenas, pues ya dije otra vez que los tintes no me interesan lo más mínimo. Me gustan las mujeres de expresión altiva. (¿Masoquismo? ¡Vaya usted a saber!).

Soy fetichista, como todo sensual.

Sobre las mujeres tengo ideas que no se parecen en nada a las prístinas. En la adolescencia las mujeres me parecían hermosas, buenas y superiores al hombre. Hoy el hombre y la mujer me parecen igual de miserables. Hace años se me antojaba una monstruosidad el que la Iglesia hubiera vivido siglos enteros sin reconocer la existencia del alma femenina. En la actualidad, opino que la Iglesia tenía razón y que reconoció la existencia del alma en la mujer demasiado pronto.

He dicho antes que nunca me he dirigido a ninguna mujer, porque a la mujer, como al cocodrilo, hay que cazarla y la caza es un deporte que no me interesa; esforzarse por lograr una mujer me parece una pérdida de tiempo semejante a la de darle a comer a una ternera el contenido de una lata de sardinas en aceite. Don Juan Tenorio no era, a mi juicio, ni un caso clínico ni un héroe; era, sencillamente, un cretino sin ocupaciones importantes. La mujer que aspire a que la quiera, suponiendo que esa mujer exista, que no lo dudo, tiene que venir a buscarme, como vinieron las anteriores, pues en eso ya he dicho que estoy muy mal acostumbrado, y entonces ya veremos si nos entendemos. Además, con respecto a ellas, sostengo un criterio cerradísimo: o se acomodan a mí, a mis gustos, a mi carácter y a mis aficiones, o me hago un nudo en el corazón y las digo adiós con melancólica entereza.

Una mujer que no se acomoda a nosotros tiene menos valor que un lavafrutas, aunque sea Friné rediviva; porque "la mujer ideal", que ilumina nuestra existencia y la simplifica y la allana, es acreedora a todo pero "la mujer real", que nos la oscurece, y la complica, y la llena de obstáculos, únicamente merece que la tiremos por el hueco del ascensor. (Creo que Larra ganó en prestigio muriéndose del pistoletazo que se disparó, pues al suicidarse por el desvío de una mujer demostraba que su privilegiado cerebro había entrado en el período de la decadencia.)

Sólo en un aspecto es la mujer inferior al hombre. En el aspecto de que estando en la obligación de personificar la ternura, la paz, la comprensión, la dulzura, la paciencia; estando en el deber de alegrarle y facilitarle la vida al hombre, se esfuerza en hacer todo lo contrario. (Y a causa de esto, es digna de las censuras más agrias.)

El hombre, ofuscado y cegado por la belleza femenina, ha exaltado a la mujer, sin pararse a considerar su imperdonable conducta en la vida. Ha sido, pues, el hombre el principal culpable de que sea la mujer como es y aun de estropearla todavía más; pues en fuerza de elogiarla, de considerarla como el eje del Mundo y de rendir su cerebro ante sus pantorrillas, ha obtenido el triste resultado de que cualquier estupidilla, sin otro bagaje que unos ojos bonitos, se crea superior a cuanto la rodea.

No soy un misógino: sin la compañía, sin la presencia de las mujeres no podría vivir; me gustan por encima de la salvación de mi alma. Lo que no hago, al menos por ahora, es entregarles el corazón, porque cada vez que lo entregué me rompieron un pedazo, y lo necesito entero para la metódica circulación de mi sangre. (Las mujeres no nos rompen el corazón porque dejen de amarnos, pues difícilmente puede encontrarse un ser que desarrolle la fidelidad pétrea que desarrolla la mujer. Nos rompen el corazón mostrándosenos, de pronto, meridianamente distintas a como las creíamos.) Mi conducta es, pues, con respecto a las mujeres, igual a las de las amas de casa, que no dejan la vajilla buena en manos de la criada que acaba de llegar del pueblo, porque saben que se la descabalarían. Y, en cambio, se la confían sin miedo a una doncella experimentada.

Acabaré este capitulín de las mujeres con dos observaciones intrascendentes:

Primera.- Como más me gustan las mujeres es desnudas.

Segunda.- Una vez desnudas, como más me gustan las mujeres es de espaldas.


-Enrique Jardiel Poncela. Prologo autobiográfico de "Amor se escribe sin Hache"


Ah, esto es toda la verdad, snif. Jardiel Poncela rifa.
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