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Neomierda.

Cero credibilidad.

Uno.


Fue condenada a muerte.

El juez dictaminó su sentencia: La guillotina. Un castigo poco común para ese tiempo. La gente aclamaba, eufórica y satisfecha, la sentencia. La familia, desesperanzada y resignada, esperaba lo peor. Ella, la condenada, con los ojos cerrados, sólo rezaba en voz baja, ininteligiblemente.

Cuando estuvo recluida en su celda, nunca se escucho un ruido, nunca hablaba, no decía nada, arrodilada, apoyada sobre su catre, y con las manos juntas, sólo rezaba, ininteligiblemente.

Cuando le traían la comida, a duras penas bebía algo o probaba bocado, el baño estaba limpísimo, por falta de uso. No se entretenía ni se distraía con nada, nunca un dibujo, una carta, un avión de papel, una cancion silbada. Nada. Ella solo rezaba, rosario en mano, ininteligiblemente.

Por el tiempo que duró su estancia ahí, jamás se le escucho articular palabra. Nunca pidió nada, ni hablo con nadie, ni los guardias ni con otros presos. Jamás atendió a sus familiares y amigos que se tomaban la molestia de ir a visitarla. Ella solo rezaba, con los ojos cerrados, ininteligiblemente.

Su última comida, fue un vaso con agua y una hogaza de pan. Y la pidió por escrito, con estrictas intenciones de no romper su voto de silencio. El cual rompia solo para rezar, en voz baja, bajísima; ininteligiblemente.

Llegó el día de su muerte, caminaba encadenada de manos y pies, con dos guardias y el verdugo escoltándola hasta el lugar de su muerte, jamás dijo nada. Ella, concentradísima, solo rezaba, ininteligiblemente.

En el momento de su ejecución, con el cuello entre las dos piezas de madera, por donde pasaría, delgada y veloz, la cuchilla que le quitaría la vida -y la cabeza- se apreciaba en su cara un rictus de tranquilidad, de sobrada confianza, de felicidad, hasta de cinismo. Ella sonreía, enseñando sus dientes como perlas, con los ojos cerrados...

Entonces sucedió. Rápida y efectiva, la cuchilla de la máquina mortal cortó de un tajo su cabeza, sin derramar una sola gota de sangre. Su cabeza dió una vuelta en si misma y cayó sin vida en la cesta junto al artefacto de muerte, con la cara hacia arriba y los ojos cerrados.

Cuentan los que lo precensiaron, que la cabeza, después de cortada, aún movía los labios, como recitando una oración ininteligible...

Victa iacet Virtus.
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