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Neomierda.

Cero credibilidad.

Fragmentos (4)

Los vi besarse dos veces en la vida. Ella fue mi primer amor, él era amigo mío. Siempre me pareció innecesario y rídiculo hasta cierto punto padecer los embrollos, las dificultades, los escollos y zancadillas que el amor provoca cuando no es correspondido, o cuando la vida te juega una mala pasada, por eso nunca lo intenté. Antes de todo, ella no me gustaba, de hecho, me caía mal y él me era inclusive: ni me viene ni me va. Hasta que empezé a conocerlos a los dos por separado. Con él jugaba futbol en las tardes, con ella tenía clases en la universidad. Ella comenzó a gustarme por que no se callaba lo que pensaba, por sus alardes de mujer fatal, por ser presumida y egocéntrica, que es por lo que me cayó mal en la primera impresión. Me volvía loco una mueca que hacía cuando alguien manifestaba una opinión que no fuera la suya, una manera de entrecerrar los ojos y arrugar la nariz, tan única, tan de ella, que inclusive llegué a llevarle la contra por deporte, con la simple premisa y la sencilla razón de que hiciera esa mueca. Me encantaba que trajera su cabello suelto, pues luego, al hartarse de el, amarraba sus chinos en un chongo que mantenía unido con un lápiz o pluma. Me gustaban sus ojos y su nariz. Me gustaba todo de ella. Y así, con sus gestos, con su manera de ser, con las pláticas que teníamos, con las cajetillas que juntos nos terminábamos, fue metiéndose, poco a poco, pero inexorablemente en mi vida, en mi cabeza y por último, en mi corazón. Me estaba enamorando contundentemente de ella, y ella se enamoraba de mi sin remedio. O al menos eso supuse yo. El jugaba al fútbol como pocos vi jugar en la vida. Gran técnica y visión. Siempre que jugué en su contra perdí, pero siempre dí pelea. Nunca bajé los brazos, vendí cara la derrota. Se armaban unas batallas épicas y apasionantes cuando jugabamos en equipos distintos, y éramos gloriosos, guardando las distancias. Siempre fue así. Cuando me tocó jugar en su equipo, apabullamos a quien sea que jugara contra nosotros. Siempre fue noble al perder, que eran pocas veces; aceptaba estóico la derrota, sonreía y ponía para los refrescos o las cervezas, dependiendo de la polla que se hubiera juntado después de cascarear entre los perdedores. Siempre admiré esa entereza, ese saber perder, y hasta cierto punto lo envidiaba, porque durante mucho tiempo fui un mal perdedor que nunca aceptaba la derrota, o la aceptaba enojado, a regañadientes y de mal talante. Aunque al final siempre cumplí con felicitarle y poner lana para las bebidas. Así los fui conociendo a los dos. Con ella siempre estuve en la escuela, juntos como uña y mugre, novios sin serlo. Y con él compartí una pasión por el futbol que nos fue uniendo, poco a poco, pero inexorablemente, hacia un mismo lugar, un mismo destino que en aquellos ayeres los dos ingorábamos: una mujer. Con él siempre me llevé bien, a la larga trabamos una amistad duradera. A ella siempre la traté bien, como lo que era: una reina. Tiempo después mi relación con ellos fue creciendo, a tal grado, que una vez lo invité a que nos fuéramos al campamento que año con año hacíamos: Un fin de semana, subíamos a la montaña, nos quedábamos cerca de la mina y encendíamos una fogata, alguien sacaba la guitarra, otro sacaba de la galera un pomo, y así se formaba el ambiente. Esa noche lo invité a él, y también a ella. Con ella estuve toda la noche, nos abrazamos, le presté mi chamarra cuando tuvo frio y la presenté a él diciendo: "Mira, él es, además de mi amigo, un excelente futbolista". Los dos sonrieron divertidos, yo sonreí más todavía. Comenzaron a charlar un poco. Yo fui por bebidas. Se las traje y entonces empezamos a tomar y a fumar. El no fumaba. Ella y yo si. Nos acabamos las cajetillas, y se acabó el alcohol. Hacía más frío del que podíamos aguantar incluso tomados, así que nos metimos a una de las casas de campaña, que eran dos. Nosotros nos metimos relativamente temprano, a seguir la plática en el resguardo que nos proporcionaba el iglú de lona. Así estuvimos, platicando durante mucho tiempo; perdí la cuenta de cuanto, hasta que me quedé dormido, me acosté, y dándoles la espalda, los dejé a ellos dos platicando animadamente. Estaba ebrio y caí en una especie de sopor, un dormir sin descansar, un estado de vigilia con los ojos cerrados. Los escuchaba hablar un poco, y luego dormitaba, luego despertaba y su conversación me arrullaba de nuevo. Hasta que desperté de nuevo y entonces no escuché nada. No se porqué, y hasta la fecha lo ignoro, pero en lugar de incorporarme, me di vuelta para no darles la espalda, fue cuando los vi, alumbrados miserablemente por la pequeña lámpara del techo, besándose. No lo podía creer. Intente levantarme, pero el estado en el que estaba no me lo permitía. Los miraba fijamente, ellos, obviamente, no se daban cuenta. Algo me obligaba a mirarlos, el morbo, la impotencia, el alcohol, que se yo. Pero los miré hasta quedarme dormido sin remedio. A la mañana siguiente, desperté antes que todos, y me fui sin despedirme. La cruda era intensa, tanto la del alcohol como la moral, y el dolor que sentía nunca lo había conocido antes: no era un dolor físico, era un dolor interior, un resquebrajamiento del alma, una puñalada sin dolo en el corazón. No sabía manejar esa clase de sentimientos y por eso me marché. Días después fui a cascarear y lo ví. Ahi estaba, como siempre; jugamos futbol, como siempre; estabamos en el mismo equipo y ganamos, como siempre. Fue una suerte, puesto que nadie notó el desgano, el desdén y mi falta de ganas para jugar. Terminamos y nisiquiera me quedé a las bebidas. Regresé derecho a mi casa, me tomé una jarra entera de agua y me fui a la cama sin cenar. A ella la volví a ver entrando a la escuela, y me trataba como si nada hubiera sucedido, sólo que ahora dos cosas eran distintas: Yo no la tomaba tan en serio, y él pasaba por ella al terminar las clases y se iban a no se donde. Así pasaron los meses. Ellos comenzaron una relación a partir de que se conocieron, y yo simplemente fui un espectador más. No volví a pensar en ella, me tragué mi orgullo y acepté las concecuencias con estoicismo: al fin había aprendido a perder. De alguna manera pude rehacerme y seguir siendo amigo de la pareja, aunque guardaba mi sanísima distancia por mi propia salud mental. Nunca le dije nada a él y con ella simplemente me avoqué a continuar nuestra amistad, pero ahora sin intención, sin caricias y con los abrazos de saludo y despedida a los que estaba acostumbrada, que eran los que más trabajo me costaban. Aunque no pasé mayor problema. Una noche, todos los amigos salimos juntos, ellos incluidos, y nos fuimos a la feria del pueblo, con juegos mecánicos, musica en vivo, bailables, antojitos, bebidas y cuantacosa. Fuimos a la improvisada explanada de la feria, tomamos algunas sillas. Ella se sentó delante y a la derecha de mi, él no llegaba, y yo la miraba: su cabello chino, su aire déspota y presumido. Sonreí porque no lo había perdido. Pero mi sonrisa se borro de inmediato, cuando llego él de improviso, se puso atras ella y haciéndola voltear hacia arriba, la besó como cuando los vi por primera vez. Los miré de lleno, y entonces me di cuenta, acaso con un dejo de repugnancia, que él no cerraba los ojos cuando la besaba. Movía los ojos erráticamente, mientras ella, totalmente entregada al beso, cerraba sus ojos y se dejaba llevar por la sorpresa. Nunca más los vi besarse. Pasó mucho tiempo después de eso, años incluso. Yo me fui a terminar la carrera a otra ciudad, y me llegó la noticia de su ruptura. Pero ya no me importó. Luego me enteré que él se marchó del pueblo, que ella se terminó la carrera y había regresado al pueblo a ayudar a su madre después del fallecimiento de su padre. Yo había terminado la carrera, tenía un empleo descente y ganaba lo suficiente para mantenerme y darme mis lujos propios de la soltería, incluyendo una pantalla gigante y la cama de agua que siempre pedí y nunca me regalaron. Así viví tres años deliciosos. Hasta que recibí una llamada de mi padre, que me ofrecía empleo en su fábrica, la cual estaba muy cansado para atender y administrar como es debido. Le pregunté porque yo, y me dijo que Baltazar era maestro, era su pasión y no pensaba dejarla porque estaba bien acomodado. Jesús para ese entonces ya se habia marchado a Colombia, y yo vivía solo, y me consideraba con la suficiente capacidad para tomar el control. Halagado, accedí. Cancelé el contrato de arrendamiento del depa, vendí mis muebles, agarré mi televisor gigante, mi cama de agua y el resto de mis chivas, y regresé a trabajar al pueblo. Al llegar, con lo que ahorré y con lo que había obtenido con la venta de los muebles, pude comprar una casa decente en el pueblo, que además estaba cerca de casa de mis papás. Así me establecí, y viví tranquilamente mis primeros meses. Hasta que un día, regresando de comer en casa de mis padres, vi caminar a una mujer de pelo rizado y porte altanero. Era ella. Me acerqué disimuladamente para ver si no me engañaba el subconsciente, y no lo hacía: si era. Fui a saludarla. Ella volteó y al primer golpe de vista no me reconoció, momentos después me recordó. "Estas muy cambiado" me dijo, "Tu no has cambiado nada", le contesté. Acto seguido le pedí que nos tomáramos un café, ella lo dejó para el siguiente día porque tenía que ir con su madre a no recuerdo dónde. "Quedamos entonces mañana", dije para confirmar como obispo "Si, mañana" me contestó, para luego marcharse. Me dio gusto verla. Al siguiente día, fuimos a tomarnos el café y a ponernos al día. Me contó todo sobre la muerte de su padre, su carrera, su trabajo, sus ilusiones y por último, el pasado. Me dijo que ella siempre sintió que algo había quedado inconcluso entre nosotros, yo la tomé al aire y le dije que era cierto, pero no le dije qué. "¿Que se quedó inconcluso?", me preguntó, "Mañana te digo, ahorita me tengo que ir". Ella hizo su mueca de desaprobación que tanto me gustaba, y me dijo "Mañana entonces". Al siguiente día le platiqué todo lo que llevo escrito hasta ahora. Se lo conté pausadamente, entre sorbos de café, y sintiendo su mirada potente en todo momento mientras hablaba. Al terminar, en un arranque que nunca pensé de ella, me pidió disculpas. "No tienes de que disculparte, no éramos nada entonces, como no lo somos ahora", le repliqué. Ella suspiró y yo sentí alivio, no se por qué. Después de esa charla, nos juntábamos todas las tardes a tomar café, fumar y platicar sobre cualquier cosa, como solíamos hacer cuando estudiábamos. Así duramos semanas, meses incluso. Hasta que una noche que se nos hizo tarde, la acompañe a casa de su madre. Y ahi en la puerta, cerrando los ojos, la besé. Pasó una eternidad en un segundo. Al separarnos, ella se quedo mirándome, y yo a ella. El silencio de todo el pueblo se balanceaba en el hilo de nuestras miradas. Y entonces, rompiendo ese momento tan memorable, le pregunté: "Dalma, ¿cerraste los ojos?", Ella me contestó que sí. El resto es historia.

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