"No sé lo que me está pasando hermano. No lo entiendo, por eso no lo puedo solucionar". Eso me dijo Luciano, cuando lo volví a ver después de quien sabee cuanto tiempo sin saber de él. Ya no era el mismo que conocí en las clases de catecismo para hacer la primera comunión, no es el mismo de la secundaria, de la preparatoria, ni el mismo tipo bonachón, sonriente y cálido que solía ser desde que comenzó nuestra amistad. Algo en el cambió. Le notaba tenso, meditabundo, y con un cierto dejo de paranoia, completamente ajeno, diametralmente opuesto a como lo conozco; volteaba a todas partes, sin recargarse en la silla y sin disfrutar su cerveza. Lo veía a los ojos y no podía sostenerme la mirada dos segundos, volteaba hacia abajo, se concentraba en algún punto del suelo, alguna basura, algun insecto que lo distrajera. Luego subía la cara y me miraba, hace como que ve mis ojos, pero no era así; era como si estuviese concentrándose en mis cejas o mi frente, algo que despiste, que me hiciera pensar que me esta mirando a los ojos sin hacerlo. Pero lo conozco, se que es algo más: "No se lo que sea Gaspar, de verdad no tengo idea a que se deba, ni de donde viene. Solo sé que está en mi cabeza y sé que no me deja vivir". Me repite, pero no lo comprendo. ¿Que podría ser tan oscuro, tan pesado, tan espeso como brea o chapopote que no lo deje vivir, que no lo deje ser?, pienso "¿Tienes algun problema serio Luciano? ¿Como algo te puede tener así...?"; "¿
Así como?" me dice alebrestado. "Pues tan ajeno a todo. Aquí estás, y sin embargo estas lejos hermano"; "Te digo que no lo sé". Me dice, queriendo dejar todo por la paz. Hace seis días de aquello. Hace dos días, me invitó a jugar ajedrez a su casa, lo vi peor. Errático, moviendo la cabeza y tronandose el cuello cada tanto, estaba jorobándose, como si trajera un chango en la espalda y le estuviera brincando encima. Lo más preocupante -y va a sonar frívolo- era que de las tres partidas que jugamos, las perdió todas; Luciano pierde en el ajedrez cada década; su dominio del juego es una cosa de otro mundo, por ello mi extrañesa: jamás en la puta vida le gané y ahora, de buenas a primeras, le gano tres veces seguidas. En ese momento comprendo que la cosa es seria y que de verdad, no lo deja concentrarse, y mucho menos vivir. Es preocupante esto, y más, que ni el sepa de lo que se trata. "Ya no quiero jugar hermano" me dice, "No tengo ganas". "¿Que quieres hacer entonces Lucho?" contesto, "Nada. No quiero hacer nada, quiero sentarme en la mecedora y esperar morirme, nada más, quiero que esto termine carnal, de verdad, ya no puedo más". Me impactó escucharle decir esa infamia, tanto, que me desarmó; la mente se me hizo puré, luego se hizo bola, y luego se enredó como el queso oaxaca. Por primera vez en mi vida, no di respuesta porque no la tenía y sólo pude balbucear algo como: "¿Por qué?". "No se viejo, y francamente, ya no quiero saber ¿Puedes dejarme solo?". Lo hize, me despedí, y me largué de ahí, blanco de pánico y con las mandíbulas apretadas del susto. Algo andaba mal. Muy mal. Pero no sabía que. Así estuve hasta hoy; fui a su casa, toqué, y me abrió Angélica, su esposa. Me hizo pasar. "Esta atrás en el patio, pásale Gasparito" me dice tranquilamente; si ya estaba asustado por la condición deplorable de Luciano, lo estaba más aún por la tranquilidad con la que lo tomaba Angélica. Era indescriptible: su calma imperturbable me recordaba el silencio antes de las guerras, o el vaivén del magma antes de la erupción: me asustaba horriblemente. Supongo que vio el gesto de terror que no supe disimular, entonces, mirandome fijo y sonriendo ligeramente me dijo: "No te preocupes Gaspar, de verdad, Lucho está bien, anda chiple nada más".
Chiple. No lo podía creer: Luciano hecho trizas en el patio, con ganas de morirse, de ya no seguir más, con una pesadez viscosa que no lo deja hacer nada, y Angélica me dice que Lucho anda chiple, haz el favor. Le contesto con un gruñido de fastidio y preocupación, camino al patio, mientras me alejo escucho que me ofrece algo de tomar y declino su oferta, no estoy para cortesías. Entro al pasillo que conecta la estancia con el patio. Salgo y lo encuentro ahi mismo, donde lo dejé: sentado en su mecedora, sin bañar, despeinado, con la barba azulándole, apestando a resaca y a cigarro. Lo saludo pero no me contesta. Veo a César, su hijo, jugando con un Spiderman, haciendo ruidos y trompetillas que hacen de explosiones. Me ve, interrumpe su juego y se acerca. Me saluda con un "Hola tío" y me dice "¿Vienes a ver a mi papá?", "Si", "Ah, pero no le hagas caso, anda chiple". Entonces regresa a su lugar, se deja caer sobre la fresca hierba del patio, y sigue en sus juegos. Luciano sigue perdido. La botella de ron a su izquierda me dice que no está crudo, sino que esta todavia en estado de ebriedad. Está dormido. Lo muevo para despertarlo: "Lucho... Lucho... Lucho despierta cabrón"; lentamente vuelve en sí mi amigo, me ve, se tarda en reconocerme y luego dice: "Ah, hola". Le pregunto como está, me contesta que sin novedad, luego le pregunto que cuanto lleva bebiendo, y dice que desde que dejamos de jugar ajedrez. Luego le respondí que hacía dos días de eso, me dice que entonces lleva dos dias bebiendo. Me quedo callado. Lucho se levanta y se pone a caminar rumbo a la cocina; "Esque tengo hambre y ganas de cagar, perdona que no te ofrezca nada pero se me terminaron las botanas, el ron y los cigarros; que vergüenza". Entra en su casa y lo sigo. Abre el refrigerador, saca un trozo de queso y se corta una rebanada generosa, me ofrece, me niego. "Ya encontré lo que me molesta", me dice "¿Ah si? ¿Y que es? ¿Que te pasa Lucho?", "Ya se me olvidó. Creo que andaba chiple nomás. ¿Ya desayunaste?".
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on viernes, junio 08, 2007 at 2:19 p.m..
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